"Lo dado"
Por Hugo Seleme
*Ilustración digital: Andrés Casciani (2020)
Habitamos una cultura que ha entronizado el control personal sobre el propio destino. Todo es visto como fruto de una decisión individual que uno mismo es libre de adoptar y de la que, por tanto, es responsable. Podemos decidir a qué hora exacta despertarnos, sin depender de la luz del sol, del sonido de los pájaros, o del ruido que nos haga el estómago. Hemos domesticado el día partiéndolo en horas para comer, dormir, trabajar, amar. Hemos amansado la noche, alguna vez tenebrosa, pintándola de luces. Podemos decidir qué estudiar, con quien casarnos, qué religión profesar, qué orientación sexual adoptar. Podemos decidir nuestra apariencia física, realizarnos implantes, tomar dietas, practicarnos cirugías. El mensaje de nuestro entorno cultural es que todo está en nuestras manos y que nuestro destino sólo depende de nosotros.
Este discurso hegemónico ha sido roto por la enfermedad. Un virus, que no está bajo el control de nadie, nos ha obligado a escondernos en nuestras casas para no morir. De repente toda nuestra sensación de autosuficiencia se ha desplomado y un elemento destructivo de la matriz cultural que enaltece el control sobre la propia vida se ha hecho presente. Se nos ha hecho patente que algo tan básico como vivir o morir no depende sólo de las decisiones que tomamos o de las acciones que realizamos, sino también de lo que nos viene dado. El carácter contingente y aleatorio de la propagación del virus nos ha despertado del sueño inducido por nuestra cultura según el cual todo está bajo nuestro control personal.
Lo incontrolado, lo aleatorio, nos aterra tanto que en un intento heroico de domesticar la pandemia hemos salido a buscarle algún sentido. La hemos vuelto un “enemigo” como si se tratase de un general con ejércitos y soldados al que debemos enfrentar. La hemos revestido de todo lo que le otorga significado a nuestras vidas, en un último esfuerzo por apaciguar su carácter disruptivo. Los filósofos la han visto como una ocasión para mostrar su erudición. Los músicos, como motivo de inspiración. Los políticos, como herramienta de poder. Los religiosos, como fruto de la actuación del mal. Nos aterra reconocer que simplemente es una enfermedad, que nos fue dada, que no tiene ningún sentido, que no fue puesta allí para que nosotros aprendiésemos o hiciésemos algo con ella. Nos aterra reconocer la fragilidad de nuestra vida y lo poco que controlamos de ella, ahora amenazada por un organismo insignificante.
Nos resistimos a ver que la enfermedad nos ha caído encima sin ningún motivo ni sentido, sin nada que hayamos hecho para merecerla, porque hacerlo nos obligaría a ver, como contrapartida, todos los beneficios que nos han sido dados sin que hiciésemos nada para recibirlos: la salud, la inteligencia, la buena apariencia física, la fuerza corporal, la fuerza de voluntad. Si viésemos el carácter dado de la enfermedad que hoy nos aterra, veríamos también el carácter dado de la infinidad de cosas que nos han beneficiado. Advertiríamos cuántas circunstancias que no han estado bajo nuestro control, ni el de nadie, han configurado nuestras vidas. Dejaríamos de vernos como el centro de nuestro mundo controlado por decisiones propias.
Pero lo que ha puesto en crisis nuestra idea de autosuficiencia personal no ha sido sólo el carácter aleatorio y sin sentido de la enfermedad, sino también su carácter epidémico. Como el sueño del control siempre se sueña solo, nuestra primera reacción frente a la enfermedad ha sido acaparar alcohol, barbijos, jabón y todo lo que fuese necesario para protegernos. El tener estos elementos nos ha devuelto, por poco tiempo, la sensación de dominio individual. La pandemia nos ha despertado y hemos visto que aunque soñábamos estar solos dormíamos acompañados. Hemos advertido que por más que yo me lave con jabón, alcohol, y use barbijo, si el que tengo al lado no lo hace, la enfermedad caerá también sobre mi. No por lo que haya decidido yo, sino por lo que decidió él. Hemos comprendido que nuestras vidas dependen de decisiones de otros sobre las que no tenemos control y que también nos vienen dadas.
Así, lo dado por la naturaleza y por los demás se nos ha presentado con la brutalidad de la enfermedad. El himno que algunos entonan todos los días cuya primera estrofa los tiene a ellos como protagonistas - “¡A mi nadie me dió nada!” – ha comenzado a sonar desafinado y absurdo. Lo que era evidente se nos ha vuelto visible: nuestras vidas dependen de infinitas circunstancias que no hicimos nada para merecer o recibir. La naturaleza nos dio nuestra biología, nuestra salud, nuestra inteligencia. Los otros nos dieron la oportunidad de transitar rutas que no construimos, educarnos en universidades y escuelas que no fundamos, atendernos en hospitales que no diseñamos.
La pandemia nos ha hecho visible que nuestra pequeña embarcación, construida de decisiones personales bajo nuestro control, navega en un enorme mar de circunstancias – naturales y sociales – que nos han sido dadas. Por años hemos estado obsesionados mirando los contornos de nuestro barco hasta volver omnipresente lo minúsculo, y ahora estamos asustados contemplando la verdadera inmensidad del mar. No somos los dueños de un destino que hemos forjado sólo con nuestro esfuerzo – como dice la letanía prepotente del que se repite -“Yo me tengo que levantar a trabajar todos los días porque lo que tengo lo gané con mi esfuerzo” – ; somos, en cambio, deudores del azar y del esfuerzo de los demás.
andrescasciani.com
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